Porque ha de saber Vuestra Merced que yo soy cristiano viejo y antes me achicharrara en las calderas de Pedro Botero que verme complicado en embajada de moros, y que no ha sido por gusto o por antojo el encontrarme de este guisa sino por hacer servicio a la pragmática de Nuestro Señor Don Felipe a quien Dios guarde. Voces autorizadas hay que dicen que yo fui el delator de esos que llaman moriscos, gente maligna que campeaba su malandanza cabe el río, contratados en aceñas y olivares, cuando no andaban de acá para allá en oficio de alarifes y alfareros, robando el pan de quien tan justamente por españoles y súbditos de su Real Persona mejor lo merecíamos. Pues quiso la fortuna que un viernes al atardecer divisáramos a un grupo de no menos veinte individuos de esta ralea haciendo gran algarabía, con faruseles blancos y las barbas recortadas, aseados como para iglesia, que no fuera costumbre en esa recua de malandrines, aireando verdiales y otros cantos que por extraños no los conozco y que a mí se me da que hacían alabanza del gran cabrón, con esa jeringonza suya del demonio, intercambiando alfajores y sangre de cordero que daba espanto mirarlo. Dimos en vigilarlos hasta adivinar la cueva donde escondían su botín a la espera de partir a Berbería y sólo avisamos a los corchetes cuando el plazo fijado por Vuestra Merced dio término y no habían abandonado la villa. Usted es sabedor de cómo acabó todo y vive Dios que aún tengo clavados en mí los ojos del capitán de la tropa, el que decían el Imán, maldito galgo, cómo reía en la hoguera mirándome tan fijo, yo no pido más que se me haga menester de algún beneficio porque en aquella gruta no encontré sino unos rollos de pergaminos aljamiados que vendí por cuatro maravedíes a unos arrieros que iban a Toledo por el Camino Real y que dicen, aunque no lo tengo por seguro, que eran del puño y letra del hereje mayor, al que llamaban Cide Hamete Benengeli, el culpable de estos encantamientos que me traen sin dormir y de cuyo nombre no quiero acordarme.
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