Muerte del Canciller Ayala, autor del “Libro de la caça de las aves”.
[Y, pues que así andaban por los campos, era necesario que hubiese conocedores en tal arte, que supiesen capturar aves bravas, y las domesticasen y amansasen, y las hiciesen amigas y familiares del hombre.]
Atada con cadenas a una estaca humillante, asfixiada por el humo del caramelo -carbón de barbacoa, paprika, pulpo á feira, rosas a tres euros-, como la pantera de Rilke en el Jardín de las Plantas -sólo a veces se alza mudo el velo de sus pupilas-, el águila rezonga, inquieta y mayestática. Pasan niños con globos, saltan flashes, escenas de la vida de domingo, y la mirada altiva, puro ámbar del Báltico pulido, estremece la pax rapaz de las familias numerosas.
De tanto en tanto abre las alas y, de pronto, aparece ante nuestros ojos el mapa del Imperio Romano, el afilado pico que desgarra los galeones del ocaso a Oriente y Occidente, San Juan en Patmos, las garras que sojuzgan las dos caras de Rusia, las blindadas vanguardias del Tercer Reich.
Es Júpiter, desdeña destruirnos, prefiere picar la grava arenosa y las sobras de comida que arrojamos al suelo.
[Y que los tales maestros, para hacer esto, fuesen muy sutiles y muy conocedores de su arte, ya que es bastante sutileza y maravilla que por arte y sabiduría del hombre, un ave tome a otras a las que por su naturaleza nunca cazara, ni en la manera que se la hacen prender.]
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