Matteo Ricci entra en La Ciudad Prohibida.
Al cruzar el umbral de la Ciudad Prohibida los ojos se vuelven de cinabrio. Nada hay comparable bajo el sol. Ni la piedra de Istria, ni el mármol de Carrara se pueden ensamblar con la dúctil inercia que aquí tiene la madera extasiada. Oleaje esmaltado de pórticos y aleros saturados de rojo y purpurina. De su traza cuadrada, como un sello elevado a la enésima potencia y estampado en el centro de los mapas, ha nacido una alianza inviolable: el estandarte amarillo de los hijos del Cielo. Un dragón se desliza suavemente por las altas pagodas. Enroscado en las columnas y tejados del palacio agita su cola de escamas irisadas donde se anudan los vientos cardinales. Cuando echa fuego y ruge toda la China tiembla. Hay un millar de concubinas y eunucos dispuestos a aplacarlo y cientos de mandarines que vigilan las estrellas.
Y yo, pobre Mateo, jesuita, vengo del otro mundo sólo con la Biblia. Apenas traigo un clavicordio y un reloj, pero no tengo miedo.
También Cristo es un Dragón.
+1
ResponderEliminar¿Más de un dragón?
ResponderEliminarPerdón, es jerga bloggera: +1 = me ha encantado.
ResponderEliminarNo es más de uno pero es mucho más que uno.
ResponderEliminarQué aventura la de Mateo. Es un texto muy bueno. Creo que vas a acabar reconciliándome con lo oriental.
Saludos.
Muchas Gracias, Olga, aquí la cuento por extenso.
ResponderEliminarhttp://lacolumnatoscana.blogspot.com/2009/08/relojes-chinos.html