Muerte de Alexander Fleming.
Al observar las placas de Petri a través del microscopio se ven las trincheras anegadas por la lluvia, el barro ensangrentado que fluye desde el hospital de campaña y las moscas que abrevan las heridas en las enfermerías destartaladas de las plazas de toros. Es el lugar del serrucho, donde mora la gangrena y permanecen los aullidos que no cercenan la morfina y el coñac. La tristeza amarilla de los héticos flota en los caldos de cultivo y los gérmenes gobiernan los pasillos embriagados de éter, pero Fleming se asoma otra vez al mirador a despejarse: ve una niebla azul en el laboratorio y un chaparrón de esporas imprevistas que retumba en el patio de los sanatorios alpinos. El moho crece en las servilletas bordadas diluyendo la firma roja y breve del bacilo de Koch, corroyendo la campana fúnebre de las leproserías. Es el triunfo del hongo, de la seta venenosa, cada ocho horas con algo de comida o en una sola inyección intravenosa.
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