Muerte de Stalin.
El tirano mastica lentamente y arroja los fémures al suelo, pulidos, descarnados, en tres habitaciones del viejo Kremlin. Una quinta parte de la tierra cruje en sus mandíbulas de acero, cual Saturno feroz devora a las naciones, el mundo y su patria no le dan reposo. Por sus fauces quinquenales asoma la sangre coagulada del Partido, el abrazo estadístico del oso, tarde se apaga la luz de su cuarto. Siberia es un osario congelado, una vasta cárcel sin fronteras, la paz ancha de Rusia.
La muerte ha cruzado los Urales y golpea las puertas de Moscú, con la hoz, el martillo, la guadaña. En sus lóbregas estancias José Stalin se refugia como un perro acorralado:
-Puedo tumbarte con mi puño ¿Quién eres? ¿Cómo he de llamarte? Dime.
-¿Acaso no me reconoces, Iósif Dzhughashvili? Hemos hecho un gran trabajo juntos, mucho has cargado mis albardas, un millón de trineos reventaron camino del Gehena, pero tú hora está cumplida, camarada.
-Yo soy Koba el Temible, el Padre de los Pueblos y mi destrucción es eterna, ¿cuál es mi nombre en este trance?
-Tu nombre es el silencio del icono, el bramido animal de la tortura, la mecanografía de los expedientes en el alba, la lágrima escarchada de los huérfanos, la semilla de trigo putrefacta. El dormido dolor de millones de pobres. Tu nombre es sinónimo del mío.
-Sea.
Y bajo los zafios bigotes, triunfante, sonreía.
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