Miguel García Posada da el Pregón de la Semana Santa de Sevilla.
Abuelo, ¡qué súbita efusión de azahares! ¡Cuántas palomas en mis ojos dorados! Pasa Cristo, crucificado a la altura exacta de los balcones, alumbrado por pálidas estalagmitas de cera nocturna, a punto de morirse en cualquier esquina de Sevilla. Y yo recorro sin descanso la ciudad hasta el río, conducido sólo por los tambores de la sangre y de la especie, bajo el cielo morado y el aire tibio de una primavera compartida. Abuelo, la Virgen de la Soledad , la misma que Bécquer vio pasar entre los vencejos y naranjos del barrio de San Lorenzo, nos ha reunido de nuevo, vestidos ya para siempre con la túnica de nuestra penitencia. Y hemos caminado juntos, tú en el trance supremo de la muerte y yo en el lance palpitante de la vida ¿o acaso es al contrario? Bajo la urdimbre inmaculada del hábito que el escapulario ciñe, detrás del antifaz y de la insignia, no vamos nosotros. Nuestra sombra, proyectada en las calles silenciosas, está fuera del tiempo, y es un penitente todos los penitentes y todas las saetas una sola. En la Vigilia perenne del Sábado Santo hemos vislumbrado los goznes de la Eternidad , fruto de los dolores que por nosotros sufriste, y hemos visto ascender, como una sinfonía blanca y negra, una marea de nazarenos elevados al cielo de Sevilla. Abuelo.
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