Tableros. Tableros atlánticos en el viento del océano, tableros de Varsovia en submarinos, tableros agitados como pájaros. Venían tableros. En la soledad de un cuarto de Brooklyn un muchacho desgarbado ha extraído a Excalibur de entre los trebejos y las cúpulas del Kremlin han aullado estremecidas. Uno a uno los gladiadores soviéticos son decapitados en el Yankee Stadium ante las masas hechizadas de los ajedrecistas nuevos. Tras el último jaque mate la nave vikinga parte entre las brumas del Hudson hacia el hielo y la ceniza de Islandia donde aguarda Boris Spassky, vigilado de cerca por un kalasnikov en fiancheto. Henry Kissinger aplaca la cólera de Aquiles para que pueda empezar la guerra nuclear en el tablero definitivo y durante un mes los alfiles y las torres americanas asedian a Breznev, enrocado tras el telón de acero de los peones socialistas. Los laureles descienden hacia las sienes de oro de James Robert Fischer, Campeón del Mundo de Ajedrez, mientras su sombra intermitente se desvanece entre los cráteres del tiempo.
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