Carlos III instaura la Lotería Nacional.
El sombrero de ala ancha vierte sombra impenetrable sobre el rostro, don Latino y Max Estrella, embozados en luengas capas negras, han comprado las últimas suertes del Marqués de Esquilache y pasean un billete turbio de lotería por las calles alborotadas de Madrid. En el cuerno de la fortuna se estremecen las bolas del sorteo como partículas subatómicas cuya incertidumbre revelan los niños de San Ildefonso: 18-34-80-51-81. El azar no tiene memoria, pero el jugador empecinado sacrifica este axioma a su inclinación clarividente, repite febriles profecías que el ajedrecista desprecia y domestica al falso parásito de la probabilidad que consume su dinero prestado. Dios no juega a los dados en las porterías pobres de la Bohemia , los billetes premiados desbordan las alacenas del Palacio de Aranjuez. Han descorchado botellas de champán, pero no son para nosotros que hemos preferido seguir acechando las espirales de los quarks en la ruleta.
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