Macbeth
asesina a Duncan I de Escocia.
Decir Macbeth es congregar la sangre negra de las cronologías en el
crisol de las parcas, es asesinar al sueño en una noche presidida por los
delirios de Goya y las veleidades célticas de los prerrafaelitas, es teñir de
escarlata el bosque de Birnam, en desfile perpetuo ante los decorados
herrumbrosos de Orson Welles, con sus runas deslucidas y las cruces rotas de
piedra cartón. Decir Lady Macbeth es extender el tartán sobre la Piedra del Destino para
invocar la sonrisa diabólica de Clitemnestra, doctora del crimen meditado, es
insuflar la bruma de Caledonia en los fantasmas descatalogados de las Tierras
Altas, es escuchar un alarido en la abadía abandonada mientras el viento
insondable de Shakespeare ulula en dolby surround a través de las ventanas desnudas, las mismas troneras por donde los
espectadores aburridos escrutan con sus gemelos el Lago Ness desde el patio de
butacas.
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