Santa
Clara de Montefalco.
Con la manga
del hábito la hermana se seca el sudor y espanta a las moscas que abrevan en la
herida. El enjambre se dispersa haciendo chirriar el aire apretado del
cuartucho. La primera incisión no ha sido lo bastante profunda y hay que
repetir la piadosa maniobra. Al empuje codicioso de la monja cede la carne
muerta y el cuchillo horada sañudo el cuarto espacio intercostal. Las otras
mujeres rezan en silencio aunque hay en ellas la misma mirada avarienta y
devota. Hace un calor asfixiante de principios del siglo XIV. Al fin la hermana
hunde el puño en el pecho abierto del cadáver y las religiosas olvidan,
expectantes, el rosario. Tras una breve operación la mano ensangrentada exhibe
con orgullo el músculo muerto, la víscera gloriosa. Un delirio sacramental se
instala en el convento y las mujeres caen postradas ante el corazón sin vida.
Aquella limpia mañana de verano la dulcísima y beatífica madre abadesa había
abandonado, en olor de santidad, este mundo nuestro de miserias…
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