Detención y asesinato de
Federico García Lorca
Granada
despertaba cada amanecer con el brillo
ponzoñoso de las sales de plata, las calles sembradas de radiografías, la Alhambra como un armazón
de huesos desajustado, como un monstruo cretácico de respiración asistida. En
las cumbres de Sierra Nevada había ceniza negra y la sangre de los banderilleros
salpicaba la faz cuadrada y amarilla de la Virgen de las Angustias, desencajada como la
cáscara de un huevo roto. Por el barranco de Víznar retumbaron las voces de
mando de los pistoleros empujando a los prisioneros entre los olivares. Las descargas
sonaron secas y lacónicas: los cuerpos cayeron al suelo como fardos pesados hartos
de pisar la tierra. Así arrancaron las cuerdas del piano, pero la voz del
Poeta permanece, a pesar del cantautor y del político, a pesar del idiota con
traje de lunares, en el ámbito inmenso del idioma, en el seno traspasado de
Santa Rosa dormida.
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