Muerte
de César Augusto.
Una brisa suave mece los trigales de Mérida, la Pax Romana
acaricia las espigas de oro, rezuma el aceite en los azumbres y el vino de las
ánforas convoca el frescor del Guadiana, jubileo de las legiones. Desde Tracia
a Numidia las estatuas de Octavio jalonan las calzadas del Imperio (los
bárbaros acechan al otro lado del Danubio, azul como el hierro de las hachas
melladas). Virgilio ha soñado con una mujer encinta que deambula en una acémila
por las calles de Roma porque toda la tierra debe ser empadronada: Augustus Caesar, Divi genus, aurea condet saecula. Una lluvia de mármol de Carrara desciende sobre el
Foro desterrando para siempre el adobe y el ladrillo y el Príncipe
entra en la muerte a través del Panteón de Agripa, luminoso como un dios del
verano. ¡Ave Augusto, salve Agosto!
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