Muerte de Alexander
Graham Bell.
La llamada trémula de los novios, ateridos de frío en
las cabinas, surcando una península combatida por la nieve. La llamada única
del detenido que aseguran los derechos federales en todas las películas de
Hollywood. La llamada del acosador, del pervertido en traje de chaqueta. La voz
de tu madre en el teléfono, la última llamada de tu padre. La llamada que
anuncia una tragedia o informa un nacimiento. El impasible contestador de voz
metalizada. La llamada culpable de los delatores. La moneda única que se traga la
máquina. El Teléfono Rojo, hacia Moscú volamos. La llamada que eternamente
comunica. Tú me llamas, amor, yo cojo un taxi. La tensión de los cables
submarinos y su haz de fibra óptica iluminando las aguas abisales. La
reverberación permanente de las antenas en el panorama urbano de las azoteas
destruidas. Las llamadas que repiten los satélites flotando en la órbita
solitaria de la tierra. La última llamada en el teléfono móvil del cadáver, la
que resuena en el nicho, acabado el entierro: “Mr. Watson, come here. I want
you”.
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