Los desiertos catódicos de agosto acuden puntuales a
las citas mitómanas. En un atolón tropical el néctar de la eterna juventud es
patrimonio compartido de roqueros, actores y princesas brumosas. Conforme a la
letanía estival que repite el aprendiz de reportero, velocidad,
conspiración o sobredosis, facilitan el visado al reino del couché que
el mariquita recorta en su álbum de sueños. Marilyn, detrás de la curva
rotunda y el carmín elocuente, hay en tu nombre artístico una nota final de
melancólica inocencia -Música para camaleones- y tu rostro, coloreado
por los mercenarios del arte, los vendedores de sopa psicodélica, tiene la
expresión rotunda de un paraíso artificial arrasado. ¿Cuánto perdurarán los
iconos idólatras del celuloide, Marilyn? La tentación se reaviva en la memoria:
el vuelo blanco de tu falda plisada, tu indeleble corazón que pertenece a daddy,
los diamantes que adoran las queridas escrupulosamente rubias.
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