Napoleón parte al
destierro en Santa Elena.
Una escarapela tricolor se deshace en la
rada de Plymouth. Ni Albión, ni Elba, ni Córcega, ni la dulce Emperatriz de
Martinica. A la deriva, en medio del Océano, un islote es mi última morada. A
bordo del Northumberland redacto mi hoja de servicios insulares, yo, que
alumbré, de Trafalgar a Moscovia, con la luz de Prometeo el Continente. ¡Ney,
Murat, Berthier, Mariscales de Francia!: ¿cuántas naranjas de Ajaccio se han
podrido? Huele a pólvora, todavía retumban los cañones, Marengo, Austerlitz,
Jena, con la banda sonora de Beethoven. Me importa poco el campo de batalla y su
lluvia femenina de lágrimas, es carroña que devoran los Realistas. Os he
vendido un sueño perdurable, rojo y negro, sancionado por Goethe. Los insanos
de Europa llevan mi bicornio y en las severas bóvedas de los tribunales resuena, indestructible, mi Código. A ocho mil kilómetros del Sena escucho las
canciones tabernarias de París: Bon! Bon! Napoleón va rentrer dans sa
maison! Y pienso, sonriendo, en mi victoria.
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