La “Caballería
Roja” marcha hacia Polonia
La ubre tumefacta de la luna se derramaba sobre las
jenízaras barbas de la noche. En los ensortijados bucles negros brillaban las
estrellas inmisericordes. Mañana entraríamos en la arcaica ciudad, pero al sargento
lo devoraba la impaciencia y no dejaba de atizar con la fusta al viejo, que
yacía a sus pies como un cardo aplastado sobre un charco de sangre y
aguardiente. “Guarda tu odio para el amanecer”, le decíamos. No quería oírnos y
resoplaba como una locomotora asmática con las calderas al rojo vivo: “el
camarada Lenin ha dicho que a los terratenientes hay que sacarles las ideas a
golpes”. Y siguió apaleándolo al menos otra media hora más. Aunque me fascinaba
el odio de aquel sayón me alejé para respirar la brisa metálica de la hora. A
lo lejos restallaban fogonazos púrpuras sobre las cúpulas de las sinagogas. De
pronto sentí una fuerte emoción en el pecho al pensar en la carga de nuestra gran
caballería, me imaginaba el universo como una inmensa llanura que Dios había
bruñido para el bello galope de nuestros tristes y famélicos caballos y lloré.
Lloré como aquel sabbat en Odessa cuando la hija de nuestro rabino me miraba
con sus grandes ojos de hebrea que cobijaban todas las desolaciones.
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