Invención de la Coca-Cola
Vírgenes de Atlanta, regaladme la espumosa ambrosía de antracita,
vosotras, que bien pudierais administrar la
copa a Júpiter mejor que el garzón de Ida, ofrecedme una crátera sin fondo
para esta felicidad bituminosa, hecha de burbujas y de logotipos. Yo sé bien
que en cada chispazo de vuestro néctar habita un agente camuflado de la CIA y que detrás del anhídrido
carbónico, se ocultan mil secretas adicciones y el poder, dicen -¡insensatos!- de corroer las tuberías y
devorar las entrañas de los niños o deponer incómodos gobiernos. Pero yo
adoraré siempre las frescas mansedumbres de vuestras fuentes enlatadas, los
elixires embotellados de eterna juventud que reponen mis exhaustas fuerzas,
vuestros anuncios que dan la vida eterna a quien los mira. Desprecio la
hidromiel de los vikingos y el zumo prensado de la uva que hace gritar a las
bacantes y enloquece a los jinetes con corbata, prefiero la modesta dicha
iridiscente del cuerno rojo donde arde vuestra alegría y desprecio hasta el
agua de los ríos. Vírgenes de Atlanta, estoy rendido al torrente diario que
deforma mi cuerpo de pobre capitalista envenenado, os he vendido el alma, a
cambio, que no me falte nunca la fórmula secreta y, a ser posible, fría.
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